Archivo de la categoría: Opinión

A vueltas sobre lo queer

A raíz de mi entrada anterior, alquien pide aclaraciones sobre eso de lo queer, que no termina de entenderlo, pregunta si se trata de sentirse como a uno le venga en gana en cuestiones en cuestiones de sexo y género. A ver, aunque sé que no es el caso en absoluto de la persona que preguntó, en primera instancia parece una manera de expresarlo propia de los que desean hacer una caricatura del asunto para, acto seguido, asentar sus propios dogmas sobre que algún ser sobrenatural, o la propia naturaleza, nos ha hecho de determinada manera y hay que apechugar con lo que te toque. Aclararé que, es obvio, no soy ningún experto y lo que he sabido de lo queer me ha parecido suficiente para interesarme por ello, precisamente, sin afirmaciones categóricas de ningún tipo; es por eso que lo he relacionado con el anarquismo, que para mí es, precisamente, sinónimo de ausencia de opiniones definitivas en aras de una sociedad libre y solidaria en la que cada individualidad pueda desarrollar su identidad como considere. Evidentemente, esto supone aclarar un montón de cosas sobre que, por supuesto, nuestra dependencia de los demás y del ambiente siempre va a ser un factor considerable aceptando que no hay determinismo biológico alguno y que hay que poner el determinismo social en su justa medida. Es un concepto de la libertad individual inevitablemente vinculada a lo social, aunque algunos liberales insistan pertinazmente en otra cosa muy distinta.

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¿Melancolía o hipotiroidismo?

Una compañera que quiero muchísimo, llevaba varios años por la calle de la amargura. Melancólica, deprimida. Ella decía que porque el mundo era cruel (en resumen). Sicológico (pensaba). Amante ella de las terapias alternativas, y rechazando de plano la medicina convencional por ser portadora de muerte al servicio del poder, se trataba con pamplinas: homeopatía, flores de Bach, oligoelementos, constelaciones familiares, osteopatía, dietas vegetarianas… Y no levantaba cabeza. Mucho peor: empeoraba lentamente. Apática, todo le daba igual, perdió sus amigos y amigas. Así años, yendo de uno a otro, de otro a uno, y gastando una pasta en potingues y en el homeópata de confianza. Y todo su entorno, angustiado.

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Burocracias infernales para 2022

Estos días atrás una amiga, maestra, licenciada en Historia, me pidió que la ayudase a cambiar los datos administrativos de su tarjeta sanitaria porque se mudaba de piso. Y me decía que no daba pie con bola. Como soy muy bondadoso entré en la página de la Consejería de Sanidad, llegando al apartado de trámites administrativos y cambios de residencias, me dice que tengo que o bien disponer de un certificado digital, o registrarme en clave. Y la muchacha opta por el registro en clave. Llevamos a cabo el registro sin grandes problemas y que ya mandarán una carta con un número con el que podremos completar el registro, o recibir un pin, o algo así. Al cabo de unos días recibimos la carta con un número más largo que un día sin pan. Hacemos el registro, ponemos el número, descargamos la app, recibimos un mensaje diciendo que podemos solicitar el pin. Y cuando lo hacemos, nos dice que la operación de cambio de domicilio tiene que hacerse personándose el o la interesada en las oficinas de no sé dónde en horario laboral. Y mi amiga se tiraba de los pelos aunque yo la instaba a beber cerveza. Si eso le pasa a una licenciada en Historia, que se quiera o no algo de burocracia sabe, imagínense a alguien que no tenga internet, ni teléfono móvil, ni vivienda ni trabajo estable, ni cuenta corriente, y quiera pedir el bono social para comprar un cuchillo marca Ernesto y cortarse las venas. Eso es España: un laberinto de papeleo en el que se ahoga cualquier mindundi.

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Abandono del cristianismo

Según datos de los últimos años, España está a la cabeza en cuanto a abandono del cristianismo. Ese abandono de la religión en la edad adulta, no es un caso raro en la Europa Occidental, aunque más bien se produce el caso inverso en los países del este. Si echamos un vistazo a la convulsa historia contemporánea de este país, si en un momento pareció apartarse el cristianismo y la religión en general, luego llegó lo que llegó, cuatro décadas de dictadura en la que se primó el catolicismo como impuesta identidad nacional. Hoy, aunque en claro retroceso, todavía existe esa identificación, por parte de una número considerable de gente, de la nacionalidad española con la religión católica. Los fundamentalistas, y empleo esta palabra en sentido lato como algo inherente de forma obvia a la identidad religiosa, consideran esta situación de abandono de la creencia como un síntoma de la falta de valores, seguramente también como falta de unidad de la patria fundamentanda en esa dogmática identidad nacional e, incluso, con tono ya irrisoriamente apocalípticio con el desmoronamiento de la civilización. Unas líneas más abajo, entraremos en esa controversia entre esa supuesta falta de valores y, tal y como también puede entenderse, una lógica concepción del progreso en el que se deja atrás el dogma religioso. Primero, habría que señalar lo que parece una evidente correlación entre la creencia religiosa y ciertos regímenes autoritarios en los que se impone o se reprime.

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Los inacabables conflictos bélicos

«Ni guerra entre pueblos, ni paz entre clases» es la máxima esgrimida, desde algunos movimientos sociales, frente a cualquier conflicto bélico. Bueno, frente a cualquiera tal vez no, ya que en algunos casos se mezclan los conceptos, como es el caso de la Guerra Civil en este bendito país, que muchos califican en realidad de guerra entre clases. Por supuesto, el facherío patrio y lo que no es el facherío se esfuerzan en calificarlo de conflicto fraticida negando la brecha social e insistiendo en esa simpleza reduccionista de las dos Españas. Pero, reflexionemos en el texto de hoy, con indisimulable lucidez y visible agudeza, sobre las guerras, el pacifismo y el antimilitarismo. Particularmente, y dejando de momento mayor profundización en lo moral e ideológico, desde que uno tiene uso de razón ha vinculado el militarismo con el, efectivamente, enfrentamiento cruento entre pueblos; por muchas vueltas, o justificaciones históricas que se le quiera dar, me resultan repulsivamente indiferentes al dolor ajeno los que, abiertamente reaccionarios, lanzan loas a las hazañas bélicas en nombre de la patria en cualquier momento histórico. Léase el concepto de patria, por mucho que se le quiera dar otra acepción más ambigua aludiendo incluso a la fraternidad, como comunidad humana férreamente unida y jerarquizada en torno a un Estado-nación, cuyo brazo armado es precisamente el ejército. De forma quizás menos paradójica de lo que pueda parecer, y al menos en este indescriptible país, este tipo de humanos patriotas, amantes de lo castrense, suelen ser también fervorosamente religiosos; insistamos de nuevo en lo evidente, patriotismo (¿nacionalismo?) y religión, los conceptos que han abierto mayores brechas entre los seres humanos, algunas de las cuales en forma de ríos de sangre. Aclararemos que la fraternidad solo puede tener aspiraciones universales y no solo entre miembros hermanados por el mismo accidente geográfico empujados al enfrentamiento con otros nacidos en tierra extraña.

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(Casi) todo es una mierda

En determinada ocasión, cierta persona a la que tengo, a pesar de su barniz conservador, respeto intelectual y moral, me acusó de tener cierta actitud, que se resumía en una frase lanzada con vehemencia, que supuestamente resumía mi visión: «¡Todo es una mierda!» (sic). El caso es que semejente aseveración (o, mejor dicho, acusación), aunque podía extenderse a cualquier ámbito vital, estaba sustentada en una controversía literaria; yo afirmé, sin despreciar ningún otro género (¡Satanás me libre!), que si algún día me animaba a escribir algo de ficción, sería sin duda una sátira de elevadas ambiciones sobre la realidad social y la condición humana. Esto actuó como un resorte para que mi interlocutura dijera lo que dijo, ante mi estupor y cierta indignación. Vaya por delante que, pobre de mí, yo nunca he sostenido esa argumentación ni actitud vital; por supuesto, no me gusta gran parte de lo que observo a mi alrededor, e incluso no pocas veces muestro mi desprecio por gran parte de lo que hemos construido los humanos como especie, pero jamás se me ocurriría afirmar que el conjunto de la realidad es una suerte de bosta de enormes dimensiones. Tuve la sensación, con aquel intercambio de improperios amables, que mi rival dialéctico, junto a muchas otras personas, confunden el ser extremadamente crítico con algún tipo de amargura vital, traducida al parecer en considerar que el mundo es una especie de gran bola de excremento.

Claro que, pensándolo bien, no sé si hay muchas personas que, al menos sobre el papel, no se consideren a su extraña manera «críticas» con las cosas; incluso, algo que invita a la perplejidad, lo sostiene a veces la gente más conservadora, máxime en estos tipos distorsionadores en los que la derecha más repulsiva quiere pasar de alguna manera como «antisistema». Lo cierto es que puede decirse que cada uno, según su imaginario ideológico y moral, así como con su traslación o no a su actitud vital, es francamente complicado que se considere conformista o un papanatas sin remedio; y, desgraciadamente, abundan, y de qué manera. Pero, volvamos a la polémica que ha originado estas reflexiones. Qué diablos quiere decirse, cuando se considera a nivel artístico la sátira una herramienta impagable para dejar en evidencia las convenciones sociales más ridículas y cuestionables, que tantas veces sustentan las peores injusticias. Hay que decir, como gran argumento frente a mi interlocutora, que la sátira es un género tan reconocida como cualquier otro, que se remonta con grandes obras a la Antigüedad; no sé si alguien se atreverá a segurar que Valle-Inclán, Góngora o el propio Cervantes, al margen de la evidente calidad de sus escritos, tenían una visión tipo «¡Todo es una mierda!».

Me parecen muy respetables, o no necesariamente, si nos referimos siempre a una saludable polémica, aquellos poetas que quieran expresar los desvaríos del amor romántico, el misticismo de la condición humana o la belleza del cielo o de los pajaritos, pero uno no puede evitar estar a otras cosas. Una muestra de la perversión del lenguaje tiene como perfecto ejemplo algo emparentado con lo que intento expresar; «ser un cínico», algo seguramente excesivo a nivel filosófico, pero intelectualmente muy apreciable antaño como opuesto a toda convención social en aras del progreso, con el tiempo acabó convertido en una cosa abiertamente negativa. Creo que la sátira, género que más temprano que tarde me atreveré a abordar cargado de ambiciones, tiene mucho con ver con esa condición cínica en el sentido antiguo: algo, tal vez reprobable según determinada moral, pero que obedece a la necesidad de mostrar la gran hipocresia e injusticia del mundo en que vivimos. El cínico, así como el que usa la sátira como herramienta, a mi nada modesta manera de ver las cosas, realiza una crítica radical a todo convencionalismo; lo hace, de manera explícita o no, porque yo creo que desea atisbar que hay valores mucho más elevados, tal vez nunca alcanzables del todo, pero por los que merece la pena luchar. Jamás se me ocurrirá afirmar algo así como que todo es una hez, pero me resulta francamente complicado aceptar que alguien se refugia en una mera actitud contemplativa, sin dedicar ni un ápice de su existencia a tratar de derribar tanta miseria. Parafraseando al clásico, para construir inevitablemente hay que destruir; ojo, solo es una manera (algo satírica) de hablar.

Juan Cáspar

La compleja guerra civil española

Vaya por delante que lamento el temprano fallecimiento de la escritora Almudena Grandes. Dicho esto, me resultan inevitables unas reflexiones sobre su visión de la guerra civil, y por extensión sobre su imaginario político; no por una cuestión personal, y ni siquiera por poner en cuestión su calidad literaria, sino por resultarme dicha visión harto peculiar y ser el conflicto de una enorme complejidad, que llega hasta nuestros días de forma irresoluble y que siempre acaba por sorprender. Aclaro, también, que todos tenemos simpatías, las mías son los libertarias, aunque trato de mantenerlas lejos de idealización ni maqueísmo algunos; las de Grandes parecía estar netamente con los comunistas oficiales, dedicando gran parte de su obra a su memoria. Era así hasta el punto que no parecía tener fisuras su admiración por Juan Negrín, último presidente gubernamental de la República durante el conflicto, muy vinculado a los comunistas; efectivamente, Negrín ha sido ensalzado o demonizado, esto último por parte de la propaganda reaccionaria, pero también desde el bando republicano por su supuesta sumisión a la URSS, junto a su obcecación en extender una guerra ya perdida con el consecuente sacrificio de más vidas. Una muestra de la complejidad del conflicto con los enfrentamientos dentro del mismo bando republicano compuesto por muchas tendencias, por lo que difícilmente podemos observarlo de forma simplista y maniquea. Volvamos a Almudena Grandes. Por una parte, la escritora consideraba que, tras la muerte del dictador Franco, tenía que haberse restaurado la democracia en base a su propia tradición; en otras palabras, sobre la memoria de la Segunda República y, hasta ahí, podemos estar de acuerdo, aunque siempre aceptando las limitaciones y fraudes de una democracia parlamentaria y supuestamente liberal, tanto ahora como en los años 30, que viene a suponer una forma amable de dominación. No obstante, recordemos que los terribles anarquistas, tras el alzamiento militar, se lanzaron a combatirlo situándose al lado de los que defendían el sistema republicano e incluso terminaron por participar en sus instituciones. No obstante, nunca diría que los libertarios eran partidarios de esa forma de Estado que era la república, ni por supuesto tampoco de la democracia representativa, más allá de circunstancias históricas muy concretas, que les obligaron a combatir el fascismo de la forma más razonable y pragmática.

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A vueltas sobre los medios, los bulos y la libertad de prensa

Recuerdo, allá por la década de los 90 del baqueteado siglo XX, cuando la prensa se inundó de casos de corrupción política. No todos los medios, bien es cierto, algunos más que otros. El principal protagonista solía ser el Partido Socialista, que llevaba ya varias legislaturas gobernando, aplicando una política, según los paradigmas neoliberales implantados por otros países desde finales de los años 70, no muy diferente de la que hubiera aplicado cualquier otra fuerza política con posibilidades de gobernar. Como se suponía que el PSOE era un partido progresista, incluso con el término «socialismo» y «obrero» en sus siglas, gran parte de sus votantes hacían gala de una acrítica tranquilidad existencial y, algunos, en una muestra ya de abierto papanatismo negaban lo que estaba ocurriendo. Incluidos, claro, el terrorismo estatal y la sonada corrupción; llegué a escuchar por parte de los pertinaces sostenedores de las legislaturas encabezadas por Felipe González, aludiendo a la prensa, algo así como: «¡Claro, como pueden publicar lo que quieran!». Aquello, me dejaba sumido en la perplejidad; y no porque aceptara que todo lo publicado en los medios fuera cierto, o que no estuviera convenientemente magnificado en algunos casos, si no por no ser capaz de comprender la negación acrítica sobre asuntos que, obviamente, podrían tener algún asomo de verdad. No quiero insistir, por otra parte, en lo que parecían esconder aquellas palabras sobre la libertad de prensa; ¿hay que crear estructuras de poder para evitar que se difunda cierta información, aunque se demuestre falsa? Por supuesto, mi nada humilde perspectiva libertaria hace que la respuesta ante los problemas no sea la represión, solución válida exclusivamente para los partidarios de conquistar el poder.

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Enmiendas a la ley de memoria democrática. La última oportunidad…

Más allá de si la enmienda, a la Ley de Memoria Democrática propuesta por los socios del gobierno de coalición progresista para conseguir el apoyo o la a abstención de ERC, es solo “humo” -como lo afirma Xavier Rufián- o “la vía más clara para conseguirlo” -como lo pretende Enrique Santiago, secretario de Estado- lo único que ha quedado claro es que esta enmienda, calificada de “ultima oportunidad para hacer justicia en España” por uno de sus promotores (1), “no cambia nada”, como acaba de precisarlo el ministro de Presidencia, Relaciones con las Cortes y de Memoria Democrática Félix Bolaños (2).

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Escohotado y los adversarios del comercio

Hace escasos días, falleció el filósofo Antonio Escohotado, un autor que me causa sentimientos (muy) enfrentados. Antes de nada, aclarar que a nivel vital pienso que no podía estar más distante de lo que este hombre le gustaba proclamar sobre él mismo; dicho esto, estaba muy de acuerdo con él en según qué cosas, como su visión sobre lo necesario de la despenalización de las drogas y la necesidad de la máxima información sobre sus efectos para, precisamente, combatir su adicción aceptando que su uso está muy extendido. Y es que una de las obras más reconocidas de Escohotado es, precisamente, Historia general de las drogas; él mismo, presumía de haberlas probado todas y haber anotado todos y cada uno de sus efectos sin ayuda alguna de la comunidad médica, algo que a priori tampoco es que me resulte digno de alabanza. Como dije, por cosas como esta y por muchas otras, un enorme trecho vital me separa de según que actitudes de Escohotado, a pesar de la fascinación que ejercía sobre algunas personas; y, por supuesto, no poseo moralismo alguno sobre la alteración de la conciencia con el uso de ciertas sustancias y, por otra parte, dadas las conciencias que a veces se observan, no diría yo que no será mejor alterarlas por el medio que fuere. Bromas aparte, apuntemos sobre la que consideraba Escohotado, finalmente, la obra de su vida, que no es otra que la voluminosa trilogía de Los enemigos del comercio. De momento, no pondremos la sospecha al comprobar que las alabanzas, algo papanatas, al genio de Escohotado se producen principalmente por personajes «liberales» recalcitrantes y, tal vez, poco críticos y demasiado propensos a barrer para casa.

Antes de nada, hay que partir de que una de las referencias intelectuales del autor que nos trata es, nada menos, que Hegel; la influencia de este filósofo es, obviamente, enorme, aunque tengo la sensación de que no siempre positiva. Es más, es posible que no puedan explicarse los regímenes totalitarios del siglo XX sin el idealismo hegeliano y sus loas al Estado; frente a ello, desde mi nada pobre, ni humilde, y algo prejuiciosa perspectiva, prefiero al bueno de Kant bien filtrado por Bakunin y el anarquismo posterior, donde se prima la ética frente a cualquier concepción política impuesta en esa abstracción llamada «bien común». Otra aseveración de Escohotado es reiterar que él no es «antinada», lo cual me parece una necedad impropia de alguien al que se le presupone cierta altura intelectual. A mí mismo, en no pocas ocasiones, se me he acusado de ser demasiado «anti»; uno piensa que solo alguien manifiestamente plano y acrítico, es decir, alguien que ha dejado de pensar, puede no ser contrario a tantas cosas. Pero, vayamos con las cientos de páginas vertidas en los tres libros de Los enemigos del comercio, que parecen esforzarse en alabar, de modo algo simplista y lineal, al comercio y en defenestrar a sus supuestos refractarios (principalmente, el comunismo de raíz marxista).

Y es que Los enemigos del comercio parece una obra, fundamentalmente, anticomunista y me parece que esto ya traicionaría esa autoimpuesta condición de Escohotado como «no contrario a nada»; está claro que tiene una especial inquina a Marx, intelectual y también personal, y hacia todos aquellos que edificaron sistemas autoritarios en su nombre. Me remito a la entrada anterior, donde mencionaba un supuesto paradigma anticomunista que es posible que sea aplicable a la obra que nos trata: se trata de exagerar los muertos producidos por un lado y obviar los acaecidos por el otro (léase, el capitalismo, aunque Escohotado no lo llame así). Pero, no voy a entrar en una guerra de cifras, algo que por otra parte es aplicable a regímenes autoritarios de todo tipo y, si no, que se lo digan a los defensores, desgraciadamente bastantes en este inefable país, de ese esperpento asesino que fue Franco y la dictadura que encabezó perpetuada en el tiempo. Si estamos de acuerdo con Escohotado en su aversión teórica por todo mesianismo y por todo autoritarismo, conceptos muy vinculados, no podemos estarlo en su lectura simplista de que el liberalismo, léase libertad de comercio a nivel económico y democracia parlamentaria en el campo político, es sinónimo de civilización, progreso y prosperidad. Y no lo podemos estar, aceptando por supuesto lo benévolo de ciertos presupuestos liberales, porque el sufrimiento y los excluidos, en un mundo político y económico que se parece mucho al que apologiza nuestro recién desaparecido autor, siguen siendo demasiados. Y ello a pesar de, o tal vez por, la alabada creación de riqueza, que aseguran acabará algún día con la pobreza. Parafraseando al clásico, no es que seamos enemigos del comercio y la propiedad, es que la propiedad y el comercio nos considera enemigos.

Juan Cáspar